Sus hijos favoritos eran José y Luciano, pero estuvo acompañando a Napoleón hasta al final, aún a pesar de que siempre odió a Josefina, la esposa de éste.
Con sus hijos Napoleón Bonaparte reinando en casi todo el mundo conocido hasta entonces, José en España, Luis rey de Holanda, Jerónimo, monarca en Westfalia, Luciano, príncipe de Musignano en Viterbo y sus hijas, Paulina, princesa consorte en Sulmona y Rossano y María Anunciatta, reina consorte de Nápoles y Sicilia, María Letizia Remolino siempre estuvo atenta a los negocios y a tratar de enriquecerse cada vez más.
Cada vez que visitaba a París, se alojaba en el Hôtel de Brienne -jamás en el palacio- con el fin de estar en contacto continuo con banqueros y financieros, que le asesoraban en sus inversiones, que siempre fueron en bienes móviles como joyas y obras de arte, que no podían serle expropiados si Napoleón en algún momento caía.
-Joyas y obras de arte son más prácticas y rentables- decía.
Alguien le preguntó en una ocasión por qué se preocupaba tanto por el dinero si todos sus hijos eran reyes o estaban cerca de los tronos.
–¿Y quien me dice que alguna vez yo no tenga que darle a comer mi pan a todos estos reyes?– preguntó con lógica aplastante.
Esta afirmación se demostró cuando tuvo que vender sus joyas y las obras de arte para ayudar a Napoleón en su última campaña, cuando escapó de la prisión en la Isla de Elba y retornó al trono francés.
Letizia, quien había nacido el 24 de agosto de 1750, vendió sus joyas a los grandes comerciantes, entre ellos a los sultanes turcos, quienes adquirieron el valiosísimo y famoso Diamante del Cucharero, por 150.000 monedas de oro.
Fue una madre severa, casi intransigente y muy poco condescendiente con sus hijos. A pesar de que sus preferidos eran José, el Pepe Botellas de España y Luciano, quien jamás se amoldaba a las reglas, ella siempre estuvo al lado de Napoleón, sobre todo cuando quiso hacer que se divorciase de Josefina de Beauharnais, a quien odiaba
La dama, viuda de un terrateniente de Martinica llamado Alejandro, quien fuera guillotinado por orden de Robespierre durante la Época del Terror en Revolución, se casó con Napoleón en 1793 pero nunca estuvo muy enamorada de él.
Josefina, mientras su marido andaba en lides bélicas, no vacilaba en aceptar requiebros y proposiciones de sus admiradores, lo que hizo que Letizia la odiara aún más y le exigió a Napoleón que se apartara. Napoleón se negó de manera rotunda.
El clímax, la cumbre del enfrentamiento entre Napoleón y su madre, llegó el 2 de diciembre de 1804, día en que él se proclamó Emperador.
A la ceremonia que se celebró en la Gran Catedral de Notre Dame en París y en la que estuvo presente el Papa Pío VII, Letizia se negó a y prohibió a sus hijos que lo hicieran. Ella se negaba de manera pública a saludar a Josefina como Emperatriz y así se lo hizo saber a toda la Corte.
La enemistad entre madre e hijo perduró hasta 1810, cuando Napoleón anunciaba que se divorciaba, porque su mujer no había podido darle hijos. El emperador convocó a una reunión familiar para hacer el anuncio, evento al que asistió Letizia y permaneció en la estancia del Palacio de las Tullerías hasta, cuando Josefina partió. No le dirigió la palabra y sólo se limitó a observarla con una sonrisa burlona.
Napoleón siempre reconoció -a pesar de las diferencias- la fortaleza, personalidad y gran inteligencia de su madre, quien jamás lo abandonó. Cuando fue capturado y confinado a la Isla de Santa Helena, Letizia se puso bajo la protección del Papa para radicarse en Roma y residir en el Palacio Bonaparte, con el fin de poder auxiliar a su hijo en cautiverio.
Contrató a un médico para tratar de curar a Napoleón muy enfermo de las vías gástricas, de lo cual murió el 5 de mayo de 1621.
Ella murió el 2 de febrero de 1836 y fue enterrada en Conneto, pero después, por gestión de su sobrino, el emperador Napoleón III, sus restos fueron trasladados a la Capilla Imperial de Ajaccio.
#cadenaradiallalibertad