Por: Redacción.
Nadia y Liz se conocieron en el cineclub donde militaban en la fracción más radical. Con el tiempo se hicieron inseparables y terminaron alquilando juntas un apartamento no muy lejos de la universidad.
Quedaba en Centro Habana, a tres cuadras de Coppelia, la mítica heladería con nombre de ballet conocida como “la catedral del helado”. Ocupaba una manzana entera y tenía una nave central redonda y varias terrazas cubiertas con árboles frondosos que daban sombra todo el día.
A cualquier hora, desde las diez de la mañana hasta pasada la medianoche, los cubanos hacían filas eternas para comer helado y variar su dieta de fríjoles y dulce de col. La heladería había sido inaugurada en 1966, así que ese año estaba celebrando su aniversario número treinta.
Tenía capacidad para mil personas y se calcula que podía recibir unos veinte mil usuarios cada día, lo que equivalía a cuarenta mil raciones de helado. Mil trescientos galones. En los tiempos de bonanza había muchos sabores, pero con la recesión de aquel entonces solo estaban ofreciendo tres: vainilla, fresa y chocolate. La fila para entrar podía durar hasta dos horas, así que cuando por fin llegaban no les bastaba con comerse una o dos bolas, sino que pedían tres o cuatro platos, que traían tres bolas de helado cada uno.
También había quienes llevaban cajas de zapatos y bolsas que llenaban con helado para luego salir a revenderlo en la fila. Iban a Coppelia cada día y era una experiencia absurda: cientos, miles de personas, haciendo una fila eterna para luego embutirse todo el helado que su cuerpo pudiera resistir.
Obsesionadas con el tema, decidieron hacer un documental. Comenzaron con la investigación y entrevistaron a funcionarios, empleados y clientes. Con el poco dinero del que disponían lograron alquilar una cámara y compraron los casetes de VHS. Luego, prepararon las secuencias del guion, hicieron algunas labores de producción y salieron a grabar.
Nadia era la camarógrafa y Liz dirigía. Grabaron durante tres días seguidos, desde la mañana hasta la noche. Nadia parecía poseída y durante los días de rodaje no tuvo hambre ni sed.
Siempre estaba detrás de la cámara, espiando detrás del lente, muy enfocada en capturar esos momentos inolvidables que tenía ante sus ojos grandes y veloces. No tenía que hablar, todo lo decía con la mirada. Al tercer día, Nadia salió del trance y estaba tan exhausta que no habló durante una semana. Parecía deprimida, acostada siempre con un tapaojos para evitar la luz y no comía, solo fumaba. Hasta que una mañana se levantó como si nada y la vida continuó.
Lo único que las entusiasmaba por aquellos días era la idea de editar el documental. Nadia insistía en conseguir un montajista profesional, pero al no tener el dinero para pagarle, los casetes se fueron quedando en el fondo de un cajón. Un par de años más tarde terminaron la carrera y, a los pocos días de la graduación, Nadia consiguió un permiso especial para salir de la isla y se fue a vivir a Canadá. Acordaron que ella se llevaría los casetes para encontrar allá la manera de editarlos. Liz se quedó viviendo en la ciudad algunos años más hasta que también encontró la manera de escapar.
Durante quince años las amigas estuvieron sin saber nada la una de la otra, hasta que una tarde Liz recibió una llamada. Nadia había encontrado los casetes en una caja y, aunque tenían hongos y el formato estaba obsoleto, había conseguido un estudio donde los digitalizaron y quería que se reencontraran.
—No soy capaz de ver esas imágenes –dijo con la voz quebrada.
Dos semanas después, Liz llegó a Marsella. Viajó desde Berlín hasta París en un carro compartido y allí tomó el tren. Nadia la estaba esperando en la estación y se saludaron como si se hubieran visto el día anterior. Atravesaron la ciudad despacio, deteniéndose en todas las vitrinas de las pastelerías más bonitas que Liz había visto en su vida y disfrutaron de un par de cervezas en una terraza soleada. Al final de la tarde, llegaron al apartamento.
Era pequeño, oscuro y mal ventilado, pero estaba limpio y ordenado, excepto por la ropa extendida en todas partes. Nadia sacó una botella de vino blanco de la nevera, sirvió dos vasos y brindaron por el reencuentro, aunque Liz se sentía ante una desconocida. Lo primero que le llamó la atención de su amiga fueron sus ojos. Estaban apagados y más pequeños. Su mirada, antes expresiva, ahora callaba. Nadia la quiso poner al día y le contó que se había casado con un polaco, tenía una niña de un año y trabajaba de cajera en el supermercado del barrio.
—Ahora Mariush y la niña están en Varsovia. Donde los abuelos. Así que estoy sola por estos días –dijo, e intentó esbozar una sonrisa que le salió fingida. En ese momento Liz supo que esa llamada nada tenía que ver con el documental.
Nadia llevaba media vida entre aeropuertos y mudanzas. No podía quedarse en el mismo sitio más de dos años sin que el sentimiento de fracaso la aplastara. Entonces, compraba un tiquete para cualquier parte y volvía a empezar. Lo había intentado todo para trabajar como camarógrafa, pero era un medio hostil y un oficio de hombres. En Montreal había logrado un contrato en una pequeña productora de comerciales y entonces su padre había enfermado y no pudo ir a visitarlo por su condición de exiliada.
—No pude despedirme –dijo en un susurro.
Sacó otra botella de la nevera. Comenzaba a oscurecer y el ruido del tráfico llegaba hasta la pequeña sala. Nadia se quedó en silencio con los ojos cerrados. Liz advirtió su nariz más larga y los pómulos salidos. Nadia se levantó, cerró la ventana y se sentó al lado de su amiga, con la actitud de quien va a soltar una verdad.
—Y entonces fue cuando me quebré. No pude con todo y me quebré.
Se quedó unos meses en casa de un pariente lejano que cuidó de ella y cuando se recuperó se dio cuenta de que sería incapaz de aguantar un invierno canadiense más, así que empacó nuevamente su vida en un par de maletas y aterrizó en Marsella, buscando el Mediterráneo y aprovechando que había aprendido francés. La ciudad le gustó y el mar la hizo sentir mejor. Había conocido a Mariush en el bar de un tren donde él estaba tocando el violín. Se emborracharon tanto que los expulsaron del vagón y en el andén unieron sus vidas. Al año, nació Agatha.
—Es muy borracho, pero buen papá –dijo resignada. Ahora estaba esperando organizar su situación legal para poder buscar un trabajo de verdad. Estaba cansada de sobrevivir y sentía que estaba desperdiciando su vida.
—¿Y tú? –preguntó.
Liz se sintió incómoda. Ella pudo notarlo y agregó:
—No te avergüences de tu felicidad.
Las palabras tomaron por sorpresa a Liz y descubrió que era cierto. Había algo en esa situación que la incomodaba y la hacía sentir culpable, como si en un bufet se hubiera servido una porción mucho más grande que su amiga. Apartó esos pensamientos y le contó que era asistente de un director, que la ciudad le gustaba, que tenía novio, pero cada uno vivía en su propia casa y no tenían planes de tener hijos. También le contó que en todos esos años no había podido volver a la isla y que hablaba con sus padres una vez al mes.
—Me alegra mucho saber que una de las dos cumplió el sueño –dijo Nadia con sinceridad. Luego se levantó y apagó las luces del salón.
Las dos amigas se sentaron nerviosas frente a la pantalla. No sabían qué iban a encontrarse. Además, Cuba les dolía y les recordaba lo felices que habían llegado a ser. Las imágenes empezaron a aparecer. Primero, pies. Muchos pies caminando. Pies de niños saliendo de clase de ballet, pies de señoras y señores bajando de los camellos, pies de estudiantes, pies de ancianos, de deportistas. Cientos de pies y zapatos que caminaban para un lado y para otro. Pies que esperaban en la fila, que apenas se movían. Horas y horas de pies. Y luego, bocas. Cientos de bocas. Primeros planos de bocas: bocas jóvenes, bocas pintadas, bocas abiertas, bocas masticando, bocas de astronautas, de obreros, la boca de un vecino, bocas con bigote. Bocas. Muchas bocas comiendo helado. Cientos de pies y bocas en tres días de rodaje. Ni una sola entrevista. Ni un solo plano general. Pies y bocas. Nada más. Las imágenes cesaron. Liz miró a Nadia desconcertada y descubrió que estaba llorando. Era un llanto profundo, atávico, un llanto reprimido que fue brotando de su caverna. Su rostro estaba desfigurado y las lágrimas se mezclaron con los mocos. Liz la acompañó en silencio. Al final, sonrieron aliviadas.
—Exceso de cine experimental –dijo Nadia.
—Y de helado –completó Liz.
Al día siguiente, Liz se levantó tarde y con dolor de cabeza. Había dormido poco. Su ventana daba a una callejuela llena de bares y durante toda la noche había escuchado el ajetreo de los borrachos y las botellas. Cuando salió al salón, Nadia estaba viendo nuevamente las imágenes y lloraba, pero esta vez de la risa. Liz pudo reconocer nuevamente sus ojos, tenían esa luz, estaban despiertos. Luego de un café fueron a almorzar mejillones con papas fritas. Caminaron por el puerto, se bañaron en el mar de una playa rocosa y se quedaron dormidas sobre la arena. El sol era débil pero aún calentaba. Hasta ellas llegaba el murmullo de un grupo de adolescentes que fumaba yerba a escondidas. Y el mar. El sonido del mar que era igual al mar en el que habían crecido. Era como si la vida transcurriera en un barco y las fuera alejando de la isla cada vez más, hasta ver solo un punto, allá a lo lejos, perdido en el horizonte.
El sol se ocultó dejando un reguero de luz y decidieron regresar casa. Vieron una película que estaban pasando por la tele y se acostaron. Nadia se despertó más temprano de lo habitual y Liz la encontró ya vestida con el uniforme, una blusa blanca con un logo bordado y una falda verde. Se había recogido el pelo en una coleta y tenía los labios pintados. Pensó que estaba bonita. Parecía más joven. Más ligera. Se despidieron en la calle casi furtivamente, para no llorar. Prometieron no dejar pasar mucho tiempo para el próximo encuentro y se separaron. Nadia se fue para el supermercado y Liz para la estación.
TOMADO DE: revistaarcadia.com
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